jueves, 27 de diciembre de 2012


 

  "LA PENA NEGRA", Relato de Toreros y Flamenco

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Julia Sáez-Angulo


Ver a su padre y a su marido retozando apasionados en el lecho la dejó sin aliento. Ellos en pleno arrebato amoroso no se percataron de su entrada en la habitación y Lola salió de inmediato, demudada, tratando de contener su sofoco. Se dirigió al porche posterior de la casa, encendió un cigarrillo y dejó vagar su mirada en las ondas que formaba el caño renovador del agua en la piscina. El pálpito de su corazón se iba amortiguando a medida que pasaban los minutos. Era la hora de la siesta y la canícula de agosto caía firme sobre la finca andaluza. Lola se había levantado tarde después de una noche larga, pesada, en la que apenas pudo dormir. Su estado de gravidez le hacía sentir molestias continuas y le costaba relajarse. Tras la visión de los amantes, su ánimo quedó en suspenso, su corazón confuso y su voz atenazada. De pronto sintió un fuerte dolor moral, miedo, impotencia, temores de pérdida... ¿Qué podría hacer ante aquellos dos hombres que eran el doble amor de su vida? Miró al horizonte y contempló un mar de olivos plateados que la ayudaron de momento a serenarse. Recordó la fotografía de su madre en la mesilla de noche y gritó: ¡Mamá! Estalló en un llanto liberador que le ayudó a desahogarse. Se sintió ligeramente confortada.

Su madre había muerto cuando tenía cinco años y su vago recuerdo acabó en la imagen congelada de aquella fotografía sobre su mesilla de una mujer joven y hermosa abrazaba a su hija cuando la niña tenía dos años. Lola la besaba con más rutina que sentimiento cada noche antes de acostarse. Su padre, su verdadero amor, le inculcó aquella costumbre desde que perdió a su progenitora por una extraña enfermedad; la locura había escuchado en cierta ocasión a Juana, la cocinera. Él, Manuel de La Gbina, había sido para el padre más amoroso del mundo. Se volcó en su única hija y la colmó de besos, atenciones y mimos. No había un solo día que no hablara por teléfono con ella cuando viajaba o tenía que torear durante la temporada taurina en América.
Manuel de la Gabina era el matador de toros más célebre, el torero con más garbo y tronío, el hombre más educado y el varón más exquisito. Tenía una elegancia innata y un gusto estético que se traducía en todo lo que le rodeaba, desde el traje que vestía hasta la decoración de la casa. La prensa destacaba siempre su refinamiento como persona y como matador de toros. Desde muy joven su hija Lola lo seguía con frecuencia a los ruedos para admirar sus faenas taurinas y aplaudirle con calor. Más de una vez le brindó un toro y Lola siempre echaba a su paso claveles rojos reventones, que él cogía, besaba y trataba de devolverle lanzándolos hacia al tendido.

Curro de Cádiz llegó a sus vidas cuando tenía diecisiete años y ella quince. Manuel de la Gabina lo apadrinó enseguida porque intuyó en él a otro genio del toreo. Lo tenía todo: planta, arte y ganas de triunfo. Pasaba con ellos largas temporadas en la finca y su padre le enseñaba el arte de Cúchares al tiempo que le transmitía su destreza en las tientas, antes de que se lanzara al ruedo. Curro era un alumno atento y aventajado que no tardó en aprender del maestro, sin renunciar a su propio estilo. En menos de dos años Curro tomó la alternativa en La Maestranza de Sevilla, de la mano de don Manuel. Fue un día radiante y glorioso. Desde el palco Lola vio torear a los dos hombres que más amaba: a su padre y a Curro de quien se había enamorado como una colegiala.

Curro era un muchacho esbelto, de pelo castaño claro, de mirada brillante y sonrisa cautivadora. Sus ojos color de miel y sus rizos caídos sobre la frente habían fascinado a la hija del diestro. Tenía gracejo al hablar y les hacía reír a todos con su franqueza. Lola y él paseaban a caballo por la finca y entablaban pequeñas carreras en las que ella solía ganar, bien porque él le daba ventaja o porque Lola tenía más experiencia en el mundo de los caballos. Disfrutaban tanto juntos que se buscaban a todas horas. Muy pronto se enamoraron uno del otro y era vox populi el recíproco embeleso. El padre de Lola le advirtió a su hija que era ella era muy joven para casarse, que tenía que conocer a otros muchachos, incluso fuera del mundo del toreo, para que eligiera con más objetividad y conocimiento. Fueron inútiles sus consejos pues, cuando Curro tenía diecinueve años y ella diecisiete, decidieron casarse en la boda más sonada que hubo en Sevilla, incluidas las bodas reales. Curro y Lola formaban la pareja más popular y querida por los sevillanos, que los mimaba con su admiración y aplausos cada vez que aparecían juntos en algún evento. Manuel de la Gabina fue el padrino más apuesto y rumboso que conoció la ciudad de la Giralda. Todos pasearon en calesa por las calles entre una salva imparable de aplausos. Para Lola fue un día grande, como el día que su padre salió a hombros de la plaza de La Maestranza por haber cortado dos orejas y rabo.

 

         La pareja tardó dos años en tener hijos, pero, al fin, la noticia esperada se produjo cuando el ginecólogo confirmó a Lola el embarazo de gemelos. El matrimonio vivía con el padre ya que Manuel de la Gabina, hombre viudo, estaba sólo. Había espacio para todos en la gran casa de la finca con dos alas perfectamente delimitadas. Los dos matadores procuraban figurar en el mismo cartel de corridas y eso les permitía viajar juntos y animarse en las tardes de menor éxito o de fracaso. El mundo de los toros es muy azaroso; la suerte es siempre antojadiza. Cuando ambos acudían a torear la temporada americana no dejaban de llamar a Lola un solo día y sus voces se escuchaban en una conversación de a tres, lograda con dos auriculares de teléfono en la misma habitación.




         Mirando a los olivares y al agua de la piscina, Lola rememoró su vida y sintió de pronto que un líquido tibio mojaba sus piernas. ¡Estaba rompiendo aguas! Comenzó a gritar: ¡Mamá, mamá! Acudió Juana, la cocinera, y al poco salieron apresurados su padre y su marido para llevarla a la Maternidad de Sevilla.

Después de recobrarse de la anestesia epidural, la comadrona mostró a la madre dos hermosos varones, a los que Curro había registrado ya con los nombres de Manuel y  Francisco, los de ambos matadores, padre y abuelo de los neófitos. Curro apareció con una pulsera de brillantes y un anillo para su mujer. “Dos alhajas porque has parido dos hijos”, le dijo. El padre le siguió con un collar a juego con las citadas joyas, para completar el aderezo. Todos parecían felices en las numerosas fotografías que publicó la prensa, en las que Lola aparecía rodeada de cuatro varones. Los nombres y apellidos de los niños perpetuaban los nombres de la saga de maestros taurinos, repetían los pies de foto.





         La llegada de los hijos la descentró; los miraba como a seres extraños, ajenos a sí misma. Se sentía apesadumbrada. El ginecólogo decía que era una depresión pos parto más prolongada de lo normal, pero que ya pasaría. No fue así. La tristeza comenzó a roerla como un cáncer. Ya no podía viajar como antes para seguir los triunfos de su marido y de su padre. Estaba demasiado tiempo sola. La casa de la finca, que siempre le había gustado, se le antojó una cárcel de aislamiento; los paseos a caballo entre los olivos la sumían en un silencio ensordecedor. Una niñera experta se ocupaba del cuidado de los pequeños y eso le permitía poder bajar en coche a Sevilla con frecuencia y oxigenar su mente de los pensamientos torvos que la afligían tras lo que ella denominaba la visión de la siesta. Rehuía a sus amigas de antaño; no estaba a gusto en su compañía. Ellas le reprochaban que la veían absorta, extraña, rara. Dejó de llamarlas y de ponerse en contacto con ellas.

         Cuando el padre y el marido estaban en América su angustia se recrecía y su ánimo se abajaba hasta infiernos de abismo. En una de las frecuentes visitas a Sevilla, se encontró a Pepe el Rana, cantaor de flamenco y buen amigo. Le dijo que la veía desmejorada y que eso no podía ser.
-Chiquilla, ¡tú eres la más guapa de Sevilla y no puedes perder tu sonrisa! A ti te pasa algo. Cuéntamelo, mi alma, y te sentirás mejor.
Pepe la hacía reír y ella se demoraba a su lado con gusto, tomando finos y manzanilla.
-Fúmate un canuto de estos y te sentirás mejor. Ya lo verás -le dijo Pepe el Rana, al tiempo que se preparó uno de sus habituales liados de marihuana.
         Accedió para no perder su compañía. El aroma de aquella hierba la envolvió en una sensación de calma y de placer desconocidos.
         -Esta noche actuamos Paca la Tomatera y yo en el tablao Azules Rejas. ¿Por qué no vienes a vernos?

         La noche de flamenco supuso para Lola una sensación y experiencia renovadas. Acodada en una buena mesa del local, reservada para por el Rana, escuchó una tras otra las letras del cante jondo que desgranaban la pena negra de otras almas gemelas a la suya. Historias de amor y desamor, de falta de decoro, de ingratitud, de dolor hasta lacerarse físicamente el espíritu. Nadie sabía cantar con la voz bronca de Paca la Tomatera; nadie gemía con el sufrimiento profundo de Pepe el Rana. Ellos la comprendían, la interpretaban,  a través de su cante, que hablaba de dolor y de llanto en lo profundo, como ella lo hacía sin contar a nadie su pena negra. El flamenco, el cante jondo, fue redentor para su agonía. Se aficionó a él de tal manera que acabó por ser razonable entendida. Eran muchas las noches que bajaba a los tablaos de Sevilla para poner su alma a tono con el desgarro de aquellas voces encendidas en el querer y en su pérdida, en la angustia de la vida, en el desgarro de la existencia.

Ay pena, penita, pena,
Que me quita la razón,
Que me corre por las venas,
Lo mismito que un león.


         Los cigarrillos de El Rana se le fueron haciendo imprescindibles y él se los proporcionaba cada día sin dificultad alguna. Pepe el Rana, Paca la Tomatera y Lola constituían un trío de amigos que se sentían orgullosos de su amistad. Salían fotografíados en las revistas ilustradas. De vez en cuando El Rana o la Tomatera le insistían a Lola:

         -A ti te pasa algo, mi alma. Será mejor que lo cuentes todo para echar el sapo fuera y quedarte a gustito.
         ¿Intuirían de donde venía su pena negra?, se preguntaba Lola.

         Ella les miraba en silencio, les sonreía, les dejaba hablar y seguía fumando canutos. Lola prefería verlos interpretando su arte en el tablao, más que sentados a su vera con otros canutos y ante unas copas de manzanilla. A veces se ponían pesados, demasiados interrogantes. Lola llegó a pensar que quizás ellos sabrían más de su vida de lo que ella pudiera imaginar, pero también sabía que sólo las palabras comprometen, dan cuerpo real a las cosas y no estaba dispuesta a cristalizar su pena en el habla que articula lo que sucede. Que ellos pensaran lo que quisieran, estaban en su derecho, pero ella también tenía el suyo para callar y no desgarrarse hablando, para ahogar su pena en el sentir del flamenco, entre copas de manzanilla y canutos de marihuana.

Es un potro desbocado
que no sabe a donde va.
Es un desierto de arena, pena,
 es la gloria de un pesar,
ay, pena, ay pena,
ay pena, penita pena...

Ella seguía oyendo la copla de lejos o quizás todavía resonaba en su pensamiento.
         Algunas noches se sentía tan cargada de alcohol que se quedaba a dormir en un hotel sevillano y regresaba a la finca al día siguiente.
         Los niños se criaban sanos en brazos de la niñera y de Juana la cocinera. Lola sabía que no era una madre modelo, pero se enorgullecía de que sus hijos la querían, la abrazaban y se alegraban al verla. Compartían el tiempo de piscina a partir de que ella se levantaba al mediodía o cuando daba paseos por campo junto a ellos al atardecer hasta que se acostaban. La noche era enteramente suya para bajar de nuevo a Sevilla y perderse en las cuevas sagradas del flamenco.

Cuando volvían su padre y su marido de las ferias taurinas,  trataba de recomponer su vida y su horario en el que echaba de menos las noches de flamenco. A veces convencía a Curro para que la acompañara a Sevilla y la acercara a un tablao. Le presentó a Pepe el Rana y a La Tomatera, pero no le cayeron bien al joven torero. No le gustó que el cantaor le ofreciera un canuto y mucho menos que ella se lo fumara con toda la naturalidad en su presencia.
         -Estas amistades no te convienen- le recriminó en la vuelta a casa.


         Pepe El Rana esnifaba harina y una noche de ausencias americanas de los dos toreros de su vida, le ofreció una raya a Lola. Animada por la penumbra y el ambiente tibio del tablao esnifó y se sintió tan plácida como nunca jamás lo había estado. Su ánimo dejó de atormentarle y su espíritu se aletargaba con un júbilo desconocido. Parecía cosa de brujas. Desde aquel día no dejó de esnifar harina aunque le costara una fortuna pagarla a El Rana.
         El padre, Manuel de la Gabina descubrió pronto la adicción a la droga de su hija. “Te estás degradando”, le amonestó. Ella calló como de costumbre, porque no sabía qué decirle, salvo el reproche que contenía su garganta desde hacía tiempo pero que nunca saldría de sus labios. Si lo hacía se iba a romper el círculo mágico de la familia, las cosas ya no serían igual y ella no quería que aquello sucediera. Perdería el trato amoroso que reinaba entre todos ellos. Las formas salvan precisamente porque ofrecen apariencias y cubren con el silencio las vergüenzas, pensaba Lola para sí. Si ella hablara o le reprochara algo a su padre o a su marido, todo se rompería como una opalina quebrada por el hierro. No estaba dispuesta a jugarse la única familia que tenía y a la que amaba. El reproche, la queja, quiebran la flexibilidad de la convivencia, el buen tono, el trato amable y la coexistencia armónica. La palabra, pese a su aparente ingravidez, era muy poderosa, solidificaba los hechos.
         La adicción de Lola a la heroína se hizo tan insostenible que Curro y su padre decidieron internara en una clínica de desintoxicación. Lola se había quedado esquelética. Pese a todo, su marido le decía amoroso que seguía estando bella y su padre, como cuando era niña, que era para él la niña más querida del mundo. Estaba claro que la querían a su modo y manera. La protegían con piedad contra sí misma, contra sus debilidades y vicios. Lola confiaba en ellos. Dependía de ellos.
         Cuando, desintoxicada y restablecida, regresó a la finca se sintió más fuerte. Había ganado algunos kilos de peso y su energía se habíarenovado. Su padre y Curro se desvivían con ella; los niños estaban cariñosos y adorables con su madre. Juana había preparado para comer las migas con uvas que tanto le gustaban a Lola desde niña. Regresar al hogar fue estimulante. Se sentía feliz. “Hija, tienes que cuidarte, porque en esta familia no hay más mujer que tú y te necesitamos”, le decía su padre con una dulzura renovada.

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         Era el mes de septiembre pero el calor seguía apretando con fuerza. Salir al porche era soportar una auténtica chicharrera, pero Lola necesitaba el aire libre después de haberse levantado al mediodía. Curro y su padre habían regresado de una larga cabalgada matutina. Todos comieron un asado de carne y ensaladas antes de retirarse a la siesta. Lola no tenía sueño ni ganas de leer. Dejaba vagar su mirada por el paisaje suave y ondulado de los olivos. Curro le dijo que iba a dar unas órdenes a los encargados de la finca, que vivían en la casita del fondo. Pese al calor iría a caballo. Lola quiso acompañarlo pero él le dijo que no lo hiciera; el calor era insoportable y le sentaría mal. Lo esperaría en el porche. La canícula era feroz y el canto de las chicharras contribuía a hacerla más saetera y pegajosa. La digestión le pesaba y ella comenzó a sudar. Decidió entrar al salón refrigerado y ver un programa televisivo. Se cubrió el traje de baño con el pareo para evitar que el frescor del aire acondicionado le afectara de golpe a su cuerpo.
         No encendió el televisor y se dejó caer en el sofá. Curro tardaba en volver y el silencio de la casa era abrumador. Su cuerpo estaba nervioso y sentía la necesidad de abrazar a su marido. Recorrió la casa con un cigarrillo encendido. Se asomó a la habitación de los niños que dormían medio desnudos sobre sus camas sin retirar la sábana. Cruzó el vestíbulo central de la casa y se adentró en el ala de los aposentos particulares de su padre. Quizás estuviera leyendo el periódico como de costumbre en su despacho. No estaba allí, entró y acarició los objetos del escritorio. Las puertas correderas que lo unían al salón estaban entornadas. Oyó unos gemidos y miró por la rendija que dejaban las puertas. Su padre y su marido yacían juntos y apasionados en el suelo.

Se alejó a toda prisa y fue a su habitación. Rebuscó en sus bolsos y encontró dos pequeños sobres de cocaina. Salió al porche posterior de la casa y las esnifó con rabia y placer al mismo tiempo. El paisaje de olivos se le antojó soso y monótono. Pensó en sus hijos. Tenían cinco años, la misma edad que ella cuando se quedó sin madre. Las ondas del agua de la piscina la atrajeron con la suavidad de un lago encantado. Desató el pareo de su cuerpo y se lanzó al agua.


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Juana la cocinera descubrió flotando el cuerpo de la señora de la casa. Los toreros Francisco y Manuel acudieron presurosos a retirarlo y trataron de hacerle la respiración artificial. Fue en vano.

El entierro de Lola de la Gabina en Sevilla fue el más concurrido de cuantos conocieron los tiempos. Hubo más gente que el día en que se casó con Curro de Cádiz. En el cortejo fúnebre pudo verse a todo el mundo, desde los nobles de la Maestranza a los cantaores Pepe el Rana y Paca la Tomatera. La gente se enjugaba los ojos al ver a los dos hijos de la difunta, caritristes y hermosos, tras del féretro. Los maestros del toreo, Manuel de la Gabina y Curro de Cádiz, erigieron una estatua de bronce con la hermosa efigie de Lola para perpetuar su memoria en la finca sevillana. 





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