domingo, 1 de junio de 2014

Miguel Rellán, intérprete de “Novecento. El pianista del océano” en el Teatro Español



Miguel Rellán en Novecento


Julia Sáez-Angulo

            El autor italiano Alessandro Baricco es un gran escritor, un excelente narrador; su novela Seda, magníficamente escrita fue un best-seller internacional que se sigue reeditando. Pero su obra Novecento parece más bien un calco de la obra de Julio Cortázar El perseguidor (1976). Sólo cambia el instrumento del músico; en la obra del argentino es el saxo, en la del italiano, el piano. La obsesión de la perfección es la misma; la extravagancia del personaje, idéntica; un amigo cuenta la vida de otro amigo. Las circunstancias son lo de menos.

            En versión y dirección de Raúl Fuertes, Novecento ha sido llevado al Teatro Español, sala pequeña, en un largo monólogo narrador, donde se cuenta la historia del pianista, pero se hace poco teatro de interrelación por lo que pesa excesivamente la narratividad, pese a la buena interpretación de Miguel Rellán, que hace de trompetista sin trompeta en el escenario, pese a la foto del folleto/programa.

            Raúl Fuertes alude a la necesidad de contar y que nos cuenten historias. Sherezade es la cristalización del mito narrador, pero el teatro es otra cosa, va más allá del contar una historia para vivirla casi en vivo. Los monólogos son interesantes, ahí están los clásicos como Diario de un loco, de Nicolás Gogol, pero la historia de Baricco es demasiado narrativa. Pesa la novela.

            Miguel Rellán hace lo que puede con su personaje evocador. Aparece en escena con su traje arrugado y sus zapatos polvorientos. A partir de ahí es una cascada de palabras narrativas, narradoras, acompañadas de los mejores gestos posibles, pero son palabras que cuentan, no que se viven, por más que el actor ponga lo mejor de si mismo, sin caer nunca en el histrionismo.

            Quizás la traducción adolece de ciertas vulgaridades o repeticiones puntuales  en algunas palabras. Se dice demasiadas veces la palabra “gilipolleces”, que desagrada por su repetición. Podía haberla alternado con “estupideces”, que apenas aparece. En fin, esto es lo de menos.

            Los monólogos son siempre interesantes, un reto, pero no deben de pasar nunca de una hora, pues acaban pesando, máxime cuando el actor apenas varía de posición y espacio. El teatro de la palabra es un gozo, siempre que sea teatro, dramaturgia viva y al menos dialogada.

            En tiempos de crisis, los teatros ahorran actores, pero simplemente un diálogo que dé la réplica recíproca, se agradece.

            Miguel Rellán fue aplaudido con pasión en la tarde del domingo, 1 de junio. Ciertamente despertó gran admiración en el público de media entrada en la sala.



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