domingo, 31 de julio de 2016

DESDE CUÁNDO ARRANCA Y POR QUÉ LO DE TURQUÍA





Víctor Morales Lezcano
                                                     I
Entre la noche y la madrugada del 15 y 16 de este mes de julio, tuvo lugar un fallido golpe de estado en Turquía.
         Prácticamente a las 24 horas de haberse iniciado la “asonada”, los medios y redes turcos daban por abortado el ensayo del golpe de estado que protagonizó un sector de las fuerzas armadas al servicio de la República, aquella que  fundó en 1923 Mustafa Kemal Atatürk. Un sector de las fuerzas armadas que, descontento con la política  -sensu lato-  que la presidencia y los gobiernos de Turquía vienen  ejecutando desde que el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) obtuviera su primer triunfo electoral en  noviembre de 2002, decidió sublevarse.  Con respecto al programa y la trayectoria de dicho partido político, hay  quien  todavía, casi catorce años después, continúa proclamando que el triunfo en las urnas del ex alcalde de Estambul, Recep Tayyip Erdogan, significó también el triunfo de la “nueva política” sobre la  “añorada tradición” del nacionalismo secularizador que propugnó contra viento y marea el aguerrido “padre de la patria” (Atatürk)
Confieso que no es tarea baladí introducirse por los vericuetos del pasado histórico (contemporáneo, en este caso) de una nación que, como Turquía, ha sido sede de tres imperios importantes: el romano de Oriente, luego el bizantino y, por último, el turco-otomano. Tranquilizo, pues, al lector prometiendo no discurrir por las aguas del Bósforo que canalizan la comunicación marítima entre dos mares  -el Negro y el Mediterráneo oriental-. Sin embargo, hagamos un escorzo histórico: es lo mínimo. Cualquier lector  interesado por el campo de estudio que es acotable con el término genérico de “procesos de transición” habidos en cualquier sociedad del siglo XX sabe, por intuición reflexiva, que la tentación de frenar una transición (no hablemos cuando se trata de una revolución) permanece adormilada, aunque no diluida, en el ánimo de no pocos sujetos que integran esa sociedad en transición. Como ejemplos canónicos: ocurrió así durante las revoluciones rusa y turca entre 1917-1923; o en la germano-nazi e iraní a partir de 1933 y 1979, respectivamente. Se trata, por lo general, de un doble movimiento pendular consistente en romper y cambiar, o frenar y volver hacia atrás.    Incluso en una sociedad como la española, hemos visto y vivido cómo no solo los nostálgicos del franquismo han deseado parar el reloj (1975) y recolocar sus minuteros en la fecha fundacional de la dictadura (1939). Los padres e hijos de españoles que han vivido la transición hacia la monarquía parlamentaria y democrática,  continúan  aun aspirando a “reeditar” la transición de un régimen a otro, más acabada en sus directrices y en su función progresiva. La historia, sin embargo, no es reconfigurable. Es lección que esta misma nos enseña constantemente.
                                          II
El autor de estas líneas ha sido lector ocasional de no pocas páginas sobre la revolución kemalista en Turquía. Su interesante legado secularizador ha sido custodiado desde los años 40 del siglo XX por la cúpula militar de la república y las fuerzas armadas a sus órdenes.
A partir de la fundación de la república turca  -recuérdese- se sepultó la “cuestión de Oriente”. O sea, se concluyó el trazado y el destino de las provincias árabes dependientes del imperio turco-otomano, mientras que, desde Anatolia  -no en vano Ankara pasó a ser la capital de Turquía- Atatürk y sus herederos se consagraron a la construcción moderna de un país de raigambre musulmana suní. Aunque orientado, precisamente desde 1923, hacia la secularización  -e, incluso, laicización- de sus normas y costumbres.
Es muy probable  -ello lo avalan especialistas consolidados de la talla de Erik Zürcher y más recientemente Henry J. Barkey- que el legado kemalista comenzara, en efecto, a sufrir un endurecimiento arterial progresivo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, a sufrir una de esas esclerosis que no matan, pero que, definitivamente, reducen la capacidad de un organismo  -como parece que le empezó a suceder a la república de Atatürk, desde que se cumplieron cincuenta años de su legendaria fundación. Fue, aproximadamente, entonces cuando empezaron a prodigarse los golpes de estado contra la república turca entre 1970-1997.  Mientras tanto, el ejército había ido asumiendo, de cuerpo entero, la misión de salvaguardar las esencias  -y las cenizas- del padre de la patria, cual si de un superego omnipresente se tratara.
Desde las fronteras colindantes de la península de Anatolia -la ex URSS, los pueblos del Cáucaso, la Siria fronteriza y el conglomerado del pueblo kurdo, sin excluir a la frágil Grecia moderna- las fuerzas  militares de Turquía optaron por cortar sin remilgos los brotes de comunismo, de rebeldes desafíos kurdos, e, incluso, de musulmanes descarriados.
No parece un desatino recordar aquí, empero, que en tierras del Oriente musulmán  -y en particular dentro del lebensraum que reconocemos con el término de Oriente Medio- empezó a desatarse una oleada de Islam radicalmente integrista  y  de vuelta a los orígenes (salafismo). Oleada que vino a culminar con la Primavera Árabe desencadenada  a partir de 2010-2011 en Túnez, Egipto, Siria y Libia, entre otros países del mundo islámico. En Turquía, con una leve antelación, nuevas corrientes y movimientos sociales mesocráticos y populares de filiación musulmana se habían ido configurando políticamente años antes de que en las elecciones generales de 2002, el Partido de la Justicia y el Desarrollo obtuviese un resultado electoral victorioso; con algunos altibajos porcentuales en los comicios sucesivos, el AKP ha salido siempre ganador.
La presidencia de la república, el gobierno, los ministerios y la burocracia civil del barrio de Çancaya comenzaron a poblarse de ciudadanos, eficientes sí, pero muy piadosos, respetuosos con la tradición islámica “moderada” (término al uso fuera del entorno islámico), tradición que no se había diluida del todo en la Turquía profunda desde que se implantó la república secularizadora de la etapa kemalista. Un giro hacia el pasado, compatible con el desarrollo económico de Turquía, ha caracterizado hasta hace poco la transición del país al siglo XXI.
Se me ocurre, pues,  sospechar que desde el triunfo electoral del AKP, se ha instalado un clima de recelo primero, y de desconfianza mutua, más tarde, entre los custodios del legado kemalista y los reformistas de nuevo cuño, fautores de una transición de Turquía hacia los tiempos y las costumbres del globalizador siglo XXI. De aquellos charcos, lector, es probable que vengan los lodos del presente.
Moraleja de esta fábula: los huevos depositados en el nido procedían de ponedoras muy opuestas. Los futuros polluelos no tardarían demasiado en convertirse en hermanos enemigos.
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