Carmen Valero
Madrid,
27/04/17
Mi abuela Julia y su hermana Concha
-a las que llamábamos familiarmente las abuelas- la recogieron un día como
criada en su casa y Fulgencia se integró de tal modo con ellas, que constituían
un trío inseparable. El gato Tití era el cuarto habitante de la casa. Fulgencia
Manzanares decía que era de Madrid, pero nadie le conoció familiar alguno;
siempre era esquiva cuando se le preguntaba por su cuna. Las abuelas paternas se
dedicaban a coser y a bordar para dos tiendas, una en la Gran Vía madrileña y otra en la plaza de Santa Ana; las dos mujeres dejaban
sus ojos dando puntadas de hilo y aguja junto a balcón de la calle de la Fe,
junto a la plaza de Lavapiés. Manos prodigiosas, eras las mejores costureras de
Madrid haciendo puños y puñetas para las camisas, con ello obtenían ingresos a partir de la muerte del abuelo. La Seguridad Social no llegaría a España hasta los 50, con el ministro Girón de Velasco. El hecho de tener
una criada que les hiciera la compra, la comida y limpiase la casa proporcionaba más tiempo disponible para la costura.
Fulgencia era una muchacha resuelta
y vulgar; las abuelas soñaron con desbravarla y meterle un poco de suavidad en
el habla y los modales, pero fue empeño inútil. La fuerza salvaje de Fulgencia
arrasaba los intentos de las buenas mujeres por pulir un poco su palabra, estampa
y figura. Fulgencia era impermeable a las finezas. Las abuelas no le pagaban
mucho por su trabajo, pero a Fulgencia le bastaba para sus gastos personales y parecía
feliz entre aquellas señoras que se atenían a sus servicios, sin exigir mucho, le
permitían salir todas las tardes y le ofrecían comida y techo, algo muy deseado
en su pasado tiempo de escasez e intemperie.
A Fulgencia la conocía todo el mundo
en el barrio, porque era una muchacha sociable y conversadora. Las abuelas, que
en comportamiento eran todo decoro, se hacían de cruces con las cosas de la
criada, dignas de El lazarillo de Tormes.
¡A esta criatura la conoce todo Lavapiés!,
repetían. La abuela Julia le regaló en su cumpleaños una faja, para que no
fuera por ahí moviendo sus carnes y ella se resistía a ponérsela, porque decía
que le oprimía. Un día don Félix, el párroco, le comentó a mi abuela la
desfachatez de los desvergonzados tiempos: ¡Miré lo que me he encontrado en el
confesonario esta mañana! El clérigo le mostró la faja de Fulgencia. La abuela
no le dijo nada, pero al llegar a casa le recriminó a la criada aquel abandono
intempestivo de la prenda, que le había hecho pasar vergüenza ante el cura.
Fulgencia se defendía: hacía calor durante la misa de San Lorenzo, el patrón
del barrio, y ella, escondiéndose en el confesonario se la quitó con disimulo y
allí la escondió; después, se olvidó de recogerla, porque se fue de inmediato a
la . verbena zarzuelera en la plaza en fiestas de Lavapiés, a la que acudían
muchos madrileños de otros barrios. En aquella verbena había música, agua,
azucarillos y aguardiente, además de limonada, berenjenas escabechadas y toda
clase de encurtidos.
La picaresca de Fulgencia en la
calle daba lugar a situaciones increíbles que se contaban en familia casi como hazañas
literarias. Era una pilla ingeniosa, que ponía de manifiesto su paupérrimo
origen -lumpen proletariado, decía mi padre- y sus dotes para sacar provecho de
las situaciones en la vida. Fulgencia hizo la primera comunión en tres iglesia
madrileñas el mismo año, porque en los años 30 se regalaba un pequeño equipo de
cosas a cada comulgante para celebrarlo. Cuando las abuelas se enteraron del
hecho, le cayó una buena reprimenda. Fulgencia no se defendía, había adoptado
la táctica de no replicar a las abuelas y seguir haciendo lo que le daba la
gana.
Cuando le dolía una muela, Fulgencia
no iba al dentista, se la ataba con un hilo de Bramante al picaporte de una
puerta sólida y se la arrancaba, como había oído y visto hacer desde su
infancia. El dolor lo mitigaba con alcohol.
A mis hermanas y a mí nos encantaba
ir a casa de las abuelas en Lavapiés, exactamente en la calle de la Fe, porque
nos parecía un espacio de libertad, donde se quebraban las normas de
comportamiento más estrictas, que imponía mamá en casa. Lo primero que hacía la
abuela Julia, al llegar, era quitarnos de encima los lindos vestidos de nido de
abeja o de puntos vascos que nos compraba mamá en Mendívil, la tienda de moda, y
nos dejaba con las enaguas blancas bordadas por ellas que eran como auténticos vestidos
blancos, para que pudiéramos jugar
libremente en la plaza, mientras nos vigilaba Fulgencia. Lo de vigilar era un
decir, porque más de una vez nos perdió de vista y tuvo que buscarnos antes de
volver con las abuelas. Cuando regresábamos a casa, mamá comentaba: ¡Vuelven como sarteneras! y nos mandaba
al baño directamente. No comprendía que nos mancháramos las sayas y no los
vestidos, interpretaba que nos levantábamos las faldas para sentarnos en los
bancos de Lavapiés o montarnos en el carrusel de los caballitos y por eso ensuciábamos
la combinación. Nunca le confesábamos a mamá lo de jugar sin vestido porque,
como niñas intuitivas, sabíamos que hubiera amonestado a la abuela y nos
hubiera impuesto de inmediato el decoro del vestido.
A mamá no le apetecía nunca ir a casa
de las abuelas, porque le desagradaba el barrio popular y castizo –ella vivía en de los Austrias, junto a
Palacio Real- porque no quería comer allí; explicaba que no se fiaba de los
guisos de Fulgencia, una chica zafia y sucia; además, contaba mamá, que allí el
gato Tití campaba a sus anchas, ella misma lo había visto pasear tranquilamente
por encima del aparador y del trinchero del comedor, chupando las fuentes de pipí
con tomate (que no era otra cosa que conejo) o de arroz con leche, fuentes que
luego se servían directamente a la mesa.
El gato Tití era uno más en la familia de las abuelas y allí nadie hacia
melindres por sus lengüetazos en las fuentes de comida. Los langostillos en
lata eran el aperitivo típico en casa de las abuelas, cuando íbamos a comer con
ella.
Mamá nunca se llevó bien con las
chicas de servicio, a ella le hubiera gustado que contaran con la preparación
de un mayordomo inglés y eso era imposible en aquella España pobre y áspera de
los años 30. Mi padre le decía: si fueran
tan inteligentes como tú, las chicas no estarían sirviendo. Otras veces se
lo decía cantando el tango de “La Menegilda” en la zarzuela La Gran Vía: “¡Pobre chica la que tiene que servir!...” Pese a que mamá era maestra, fuimos mis
hermanas y yo las que enseñábamos a leer a las chicas de servicio que pasaban
por nuestra casa; Fulgencia se resistió, alegando que lo de leer y escribir era
cosa de ricos, y ella no lo necesitaba para bastarse en la vida.
Cuando llegó la guerra civil de 1936
- 39, las cosas cambiaron trescientos sesenta grados para todos, en especial
para los madrileños, donde el terror y el hambre se desencadenaron con fuerza.
Las abuelas andaban sin trabajo de costura y con apenas ingresos, por lo que le
dijeron a Fulgencia que ya no podían tenerla en casa; escaseaba el dinero. Ella
se echó a llorar, pensó de nuevo que le esperaban la escasez y la intemperie de
la calle. Mi abuela la animaba a buscar un buen chico para casarse con él, pero
ella replicaba: ¡antes con el gato Tití!
Parecía renuente al matrimonio. Fulgencia dijo que no quería irse de la casa,
que estaba dispuesta a trabajar solo por la comida y el alojamiento. Y siguió
viviendo con las abuelas, que le daban de vez en cuando le daban una propina para
sus gastos personales. Durante la contienda incivil de los españoles, Fulgencia
había agudizado su ingenio para lograr víveres extra de aquí y de allá, que
luego compartía con las abuelas, escrupulosas e incapaces de andar pidiendo
comida. Más de una noche cenaron mondaduras de patata hervidas, que la criada
encontraba en las basuras.
Las tres mujeres resistieron, entre miedo
y la hambruna, los tres años de contienda cainita. Después de bombardeos,
refugios y cartillas de racionamiento en abastos, llegaron al final de la guerra
con la piel sobre el esqueleto, pero más unidas que nunca. Hasta el gato Tití
tuvo que espabilarse y cazó más ratones que nunca en aquellos años dramáticos.
Mi padre, que era un santo de altar,
comenzó a ayudar a las abuelas económicamente. Ellas habían perdido mucha vista
y los tiempos no estaban para coser muchos puños y puñetas. Yo vi como mi padre
sostenía la economía de tres casas; sin que lo supera mamá, hacía tres
apartados con sus ingresos: uno para su familia, otro, para las abuelas y, un
tercero para su hermano, diez años más joven que él, un vividor muy simpático,
pero mala cabeza, al que le pagó la carrera de Derecho y mi padre lo empleo en
su despacho de abogado para que aprendiese la profesión. La honestidad y
honradez de mi padre eran algo natural, fluía de él como algo innato, aprendido
en su familia, noble de corazón como las abuelas, quienes, pese a su modestia, tenían
señorío interior que se transmitía a los suyos. Emanaban dignidad. Su único
lujo en la vida era una copa de licor de vez en cuando, más para matar el frío
del invierno que otra cosa.
Aunque yo era jovencita, mi padre me
encargaba llevar el sobre con el dinero a la abuela Julia, que me transmitía la
contraseña acordada cuando necesitaba pedir ayuda a su hijo: Dile a tu padre que hay que dar cuerda al
reloj. Aquella gestión del sobre era un secreto entre mi padre y yo, su
hija mayor, lo que me llenaba de orgullo, porque yo adoraba a mi progenitor. La
abuela Julia era tan generosa, que de aquel sobre sacaba en primer lugar propinas
para Fulgencia, mis hermanas y para mí; puedo presumir de que a mis hermanas
les daba un duro y a mí, cinco, en calidad de nieta mayor y emisaria paterna. Las
nietas visitábamos a las abuelas todos los jueves por la tarde, que era el día de
descanso vacacional en el colegio.
*****
El tiempo fue pasando en Madrid, al
ritmo de las estaciones del año. Los árboles de la plaza de Lavapiés lo
marcaban como relojes puntuales en sus copas floridas o desnudas. La Dama del
Alba comenzó a visitar la casa de las abuelas; primero se llevó a la abuela
Concha y su hermana Julia quedó consternada. Fulgencia se portó muy bien con la
abuela, tratando de animarla y sacándola de casa para que diese paseos y se
sentara a tomar el sol en la plaza. Al cabo de dos años, la sombra de la
guadaña volvió a entrar en la casa, para llamar a la abuela Julia; el
desconsuelo de Fulgencia fue tal que tuvimos que administrarle dos tilas y
llamar a don Fortunato Juárez, el médico amigo de mi padre, para que la
atendiera (Fortunato había sido el discípulo predilecto del Doctor Juan Negrín,
el que fuera presidente del Gobierno republicano). El temor de la criada de
volver, a sus años de escasez e intemperie en la calle, le producía vértigo y espanto;
se lamentaba de que la muerte no hubiera
recaído sobre ella, en vez de sobre doña Julia. Las palabras de mi padre la
tranquilizaron, le aseguró que nunca le faltaría nada, que seguiría pagando el
alquiler de la casa de Lavapiés y que no tendría por qué preocuparse.
Fulgencia era considerada una más de
la familia y se la invitaba a las fiestas de santos y cumpleaños de nuestra
casa, pese a las reservas de mamá, quien aseguraba que aquella mujer seguía
siendo más basta que la lija, que la cortesía urbana no había pasado por ella y
que debiera de lavarse algo más, para no emanar el olor rancio a sudor de
lustros que la envolvía. Mi padre y las hermanas la disculpábamos. Mamá fue
siempre un poco burguesa y clasista. Aseguraba que su familia descendía de los
Siete Infantes de Lara. Ella vivía por y para la belleza, el confort y, hasta
donde fuera posible, el lujo. Daba mucha importancia a la estética y el estilo
en la gente; no lo podía remediar, por eso le irritaba la zafiedad. Era una mujer
elegante, que nunca ejerció su profesión, que vivía como una reina, adorada por
su marido y sus hijas, que en el fondo la admirábamos por su gran porte. Mamá
era perfecta como ama de casa, la tenía siempre cuidada y con buen gusto;
dominaba el protocolo a la perfección y sabía recibir como nadie. Sus mesas tan
bien puestas con mantel de Lagartera, vajilla y cristalería para comer o para tomar
el té, era elogiadas por las mujeres de la familia o sus amigas; muchas de
ellas le consultaban puntualmente las cuestiones de protocolo en el recibir
visitas, la casa o la mesa. Ese era su mundo y lo bordaba.
Fulgencia fue perdiendo facultades
poco a poco, sobre todo la vista. Mis hermanas y yo –también mi padre- íbamos
con frecuencia a verla, a veces nos quedábamos a dormir en la casa para evitar que
a Fulgencia la devorasen las sombras y angustias de la noche. Don Fortunato,
con su humor socarrón, la atendía periódicamente y le infundía ánimo con sus
palabras, más que con sus remedios. Le ha
llegado su hora, pero se resiste a doblar, le comentaba el galeno a mi
padre. Hubo que buscarle un lugar de acogida y atención; mi progenitor lo
consiguió en la Residencia de Ciegos, sita en la calle Ciudad de Barcelona. Al
cabo de unos años, el médico certificó la defunción de Fulgencia Manzanares por
paro cardiaco. Mi padre pagó su entierro y le compró una tumba en el nuevo cementerio
de Carabanchel, donde había plaza, por si alguna vez aparecían familiares de la
finada.
-Esta mujer ha muerto sin utilizar
el coño con los hombres, con la de ocasiones que habrá tenido en el barrio,
dijo a mi padre don Fortunato, que era
otro bruto realista de la vida, como Fulgencia. FIN
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